Publicado por : María García Esperón octubre 20, 2011

Las golondrinas son como el mar
Alina Iglesias Regueyra

 07 de octubre de 2011





Fuente: Cuba Literaria

Nuevamente tropiezo con una obra de Enrique Pérez Díaz que, al abordar el tema de la disgregación familiar, ilustra esencialmente estos tiempos. Esta vez se centra en Adán, un niño de nueve años que acaba de atravesar la difícil situación del divorcio de sus padres: una separación nada amigable. Y pienso que tal dificultad reside en la incomprensión por el niño de la naturaleza cambiante de la vida y las relaciones. Esto parte de la educación que recibe de sus mayores; aunque, por supuesto, la ausencia forzada de uno de los padres torna más espinoso el terreno, pues lógica e instintivamente, el infante desea tenerlos unidos, al alcance de su ternura y sus necesidades amatorias.

Ese es, a grandes rasgos, el tema de Las golondrinas son como el mar, libro publicado por la Editorial Oriente en 2003 con una minuciosa edición de Lina González Madlum, ilustraciones interiores de Fernando Goderich, quien basa el diseño en siluetas neutras, e imagen de cubierta, en matices de la gama cálida, de Pastor Rivera. El argumento, estructurado en veintiséis cortos acápites subtitulados, se centra, como muchas de las mejores obras de este autor, en los sucesos y las contradicciones que vive este muchachito, quien habita muy cerca del mar. Este elemento natural es un tema recurrente en la obra de Enrique, como recurso literario ―símbolo, metáfora, alegoría―, eficaz herramienta dramatúrgica o detalle puramente estético. A veces incluso todo ello de consuno. Veamos estas imágenes del mismo inicio:

El mar resulta a la vez tan hermoso como estremecedor. Cuando está embravecido, pudiera creerse que nada en este mundo podrá detenerlo. Es hasta posible imaginar sus aguas avanzando majestuosas y terribles, tan bellas como destructivas y siempre llegando a cualquier parte, devorándolo todo sin piedad.
La contemplación del mar desde esta óptica torna evidente la angustia que hace presa en este niño, quien medita en la indefensión de sus padres separados y, como consecuencia, en su propia y total inseguridad. “¿Qué harán cada uno por su lado? ¿En dónde estarán? ¿Podrán acordarse ahora de él?”, con estas tres preguntas iniciales está trazado el camino que se hará historia a través del libro.

El niño se lanzará a averiguar las causas de la separación ―un desamor provocado por el hastío y algunas diferencias muy íntimas y personales de ambos adultos, situación que no encontrará comprensión en él― y hará todo lo posible, desde una muy humilde posición, por hacer que sus padres vuelvan a amarse.

Otras imágenes reales, relacionadas con el elemento marino y devenidas símbolos, embellecen el relato y conforman, poco a poco, la realidad del pequeño, otorgándole mayor significado a su tristeza:
Antes, entre los tres, hacían castillos de arena. Poco a poco iban levantando muros, almenas, puentes y torres que increíblemente se elevaban apuntando al cielo con la valentía que sólo poseen aquellos seres capaces de confiar en sus fuerzas y que no temen mirar al futuro.
Pero luego, con su fuerza inexorable, venían las olas furiosas y, sin piedad alguna, desbarataban los castillos. […] Entonces, ante ellos nada más quedaba eso: arena y más arena, húmeda, dorada. ¿Quién podría imaginar que momentos antes allí se levantaba un sueño?

El niño compara a sus padres con dos inquietas golondrinas que han cuidado del nido un tiempo y luego lo han abandonado. Como mismo hizo el mar con ese hogar ideal, devenido castillo de arena.
Dentro del relato hay una historia, narrada a Adán por su madre, titulada “La princesa del tiempo perdido”, que aborda determinados detalles esenciales de la feminidad con los que el autor poéticamente expone la necesidad de libertad, comprensión y fantasía de la mujer en la pareja. Así surgen, además, en la imaginación del pequeño, personajes de quimera que habitan la playa, como el jinete negro y la princesa Ada, quienes evolucionarán paralelamente a sus padres en la solución del conflicto de pareja, devenido familiar por la existencia del hijo, ese pequeño fruto.

Aunque el autor opera con ciertos estereotipos tradicionales evidenciados de manera explícita (madre peleona-padre contemporizador, madre explosiva-padre controlado, madre quizás irresponsable o apresurada en sus decisiones-padre paciente y razonable), presentes en distintas obras de este y otros escritores cubanos, quizás por esta misma razón la historia refleja el mundo de ―me atrevo a asegurar― la mayoría de los infantes cubanos, inmersos en situaciones muy similares a la descrita en la narración. Debido a ello, la identificación emocional del lector al cual va dirigida la obra resulta muy eficaz.

Enrique Pérez Díaz es un reconocido creador nacido en la capital cubana en 1958. Títulos como Minicuentos de hadas, El último deseo, ¿Se jubilan las hadas?, Escuelita de los horrores, Adiós, infancia, Las hadas cuentan, Siempre azul, y otros ya comentados en esta sección, como La vieja foto y Alguien viene de la niebla, dan cuenta de su talento y preocupación por la infancia y sus aparentemente nimios problemas. Al leerlo, comenzamos a creer que estos libros suyos para niños son, quizás, primeramente destinados a aquellos adultos que necesitan revisar su pasado, sus secretos, sus sueños incumplidos y sus insatisfacciones más íntimas. Una suerte de catarsis adulta por medio de la literatura escrita para la niñez. El autor ha recibido premios como La Edad de Oro, Ismaelillo, Abril y La Rosa Blanca, además de reconocimientos internacionales por su labor.

Las golondrinas son como el mar es un libro de descubrimientos acerca de la existencia como realidad inconstante; ameno, triste y dulce a la vez, confía al futuro esa infinita capacidad de adaptación de la infancia a las nuevas situaciones de la vida.

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